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Breve historia de la montaña y yo

Breve historia de la montaña y yo

Cuando apenas había cumplido los 16 años y cursaba el décimo grado, sin aparente explicación, algo cambió dentro de mí. Ya no soportaba el sofocante calor tropical; Pereira, la ciudad en la que viví toda mi vida, ahora me deprimía; despertarme para ir al colegio en el que había estudiado desde primaria y donde estaban todos mis amigos, era una tortura; Y ni siquiera voy a mencionar el desprecio que sentía hacia mí mismo. Mi depresión era evidente, era casi atmosférica. Uno de esos días de penumbra, con un ímpetu sin sentido, en un impulso desbordante, quizás en un esfuerzo desesperado por escapar; levanté el teléfono, llamé a mi abuela, le pregunté si podía irme a vivir a la finca con ella, a lo que sin dudarlo me respondió que sí, y que ella se encargaría de convencer a mi mamá de aquella mala e impulsiva idea.

Y fue así como solo una semana después, ya me encontraba viviendo en la finca “La capilla” y estudiando en un colegio rural. El cambio de vida me ayudó, quizás fue el clima frío, quizás fue alejarme de la ciudad, o quizás fue mi abuela, pero lo cierto es que por pura casualidad mi decisión impulsiva salió bien. Rápidamente me adapté a la nueva vida, estudiaba en las mañanas y las tardes las pasaba recorriendo senderos, siguiendo el sonido de las cascadas, conservando en fotografías toda la belleza que me negaba a olvidar y buscando los mejores lugares para contemplar los paisajes que creaban las montañas de la vereda. Despertar ya no era una pena, incluso tomé el hábito de poner el despertador a las 5 am porque en ese momento perderme un amanecer era una tragedia que no podía afrontar. Descubrí que había algo en las montañas que me hacía feliz.

Mi habitación era la más privilegiada de la casa, estaba en el punto más alto y tenía dos balcones; el primero exhibía un extenso valle donde yacía solitaria y remota, pero luminosa: Pereira. Y el segundo era posiblemente la composición paisajística más maravillosa que he observado, iniciando desde abajo y muy pequeña en comparación a lo de arriba se veía Santa Rosa de Cabal, tras de ella escalaban cúmulos de verdes montañas y como hecho a propósito para ser hermoso, de una de ellas derramaba lo que desde la distancia parecía un pálido hilo de agua, pero que en realidad era una espectacular cascada de 100 metros de caída. Tras las montañas cada vez más altas y más azuladas; muy lejana y muy pequeña, se veía una silueta gris encajada entre topografías agrestes: Manizales. Y mucho más arriba, hasta donde el intento de la cordillera central por creerse leve y elevarse hasta los cielos alcanzó, se podía ver; bello, terrible y ante todo sublime: El nevado del Ruiz, con su monumental pero agonizante glaciar, con su gélida y melancólica lejanía, con su blanca e inalcanzable altura y con su milagrosa imposibilidad. Su existencia me sobrepasaba, ya no era una relación de contemplación, de observador y observado; sino que su belleza incalculable e insoportable me era trágica y su lejana presencia ante los ojos me condenaba a la sumisión.

De mi cotidianidad en la finca también hicieron parte largas noches tomando chocolate con queso para el frío, mientras escuchaba las asombrosas historias de la juventud de mi abuela. Era notable que le emocionaba especialmente contar las historias de sus viajes, visitó todo lo que pudo de Colombia; La costa, El Valle del Cauca, Antioquia, Cundinamarca, Nariño y hasta alcanzó a salir del país y conocer Estados Unidos, donde vivió varios años y que de no ser por el horror bélico que sintió tras vivir el atentado de las torres gemelas residiendo en Nueva York, seguramente no habría regresado.

Aún recuerdo la imagen de como se le iluminaba el rostro en el momento en que narró la historia de la primera vez que conoció la nieve. Recién había llegado a Estados Unidos, eran los inicios del invierno, apretaba su taza de chocolate y simulaba expresiones de dolor mientras contaba que hacía un frío que en ningún otro lugar había sentido, sin embargo; aún no nevaba. Hasta que una noche en la última emisión del noticiero aparecieron imágenes meteorológicas y como no sabía hablar inglés, le pidió a su hijo que le tradujera, al parecer en la madrugada iba a llegar al fin la primera nevada del invierno, rápidamente interviene en la historia y aclara que con esa noticia no sintió emoción, sino preocupación porque el cruel frío neoyorquino iba a empeorar. Pero la emoción no tardó en llegar, y es que solo el que nació en el trópico, el único lugar de la tierra condenado al verano eterno, entiende y comparte el sentimiento de anhelo por la nieve.

Cuenta que puso la alarma a las 3 am porque también sentía que perderse ese momento único era una tragedia que no podía afrontar, con puntualidad empezaron a caer los primeros copos de nieve y ante la mirada maravillada de mi abuela tras el cristal, cubrieron el gris del pavimento con un blanco perfecto e imposible. Rápidamente, se puso como bien pudo sus abrigos y salió a la calle casi en lágrimas para tocarla, porque sus otros sentidos le decían que tanta belleza no podía ser real, y tras superar el estado de shock ante lo sublime de ese momento, se rio, y jugó con la nieve, hasta que el frío la obligó a regresar a la casa. Con mucha nostalgia terminó la historia contándome que ver la ciudad cubierta de nieve le hacía sentir paz en su alma y finalmente, al notar lo emocionado que me quedé al escuchar su historia rebuscó entre sus cosas, sacó una foto de ella en la nieve de ese mismo invierno y generosamente me la regaló.

La foto que aún abrazo, en el rincón del recuerdo, captura al niño que una vez fui, rebosante de inquietudes. En noches largas, insomnes, me hallaba, soñando qué secretos guardaba la nieve. ¿Qué estructura formaba su esencia, Podría acaso yo, construirla con mis manos?. ¿Por qué, en esa tierra lejana que narraba mi abuela despertaba el invierno, mientras en los trópicos padecían la vigilia de un eterno verano? Y mi obsesión, desmedida, por desentrañar las topografías de las montañas, las que alzaban su altivez en la distancia, desde la finca.

En cada gesto plasmado en mis obras, ahora percibo latir la memoria de aquel niño que jamás se desvaneció, aquel que anhela responder a las inquietudes susurradas por la montaña. Materias y objetos, acciones y fotografías, cuerpos y vacíos, construcciones y destrucciones, todos estos elementos conforman mi horizonte. Mi creación no es sino un intento de abordar sus preguntas, de desentrañar los códigos ocultos en los silencios de aquella imagen del Nevado en mi ventana. En definitiva, lograr que por un instante, el nevado y la montaña se hagan presentes y toquen a quien las mire.

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